Escuadrón de Nicolás Romero

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La mujer de piernas hermosas

La mujer de piernas hermosas

El velocímetro marcaba: 20 kilómetros por hora. La neblina no dejaba ver más haya a 10 metros de distancia.
Era Diciembre; y los fríos eran espantosos, hasta dolían los huesos.
Un par de guantes, una bufanda y los deseos de llegar pronto a casa. Era todo lo que me acompañaba aquella noche.
Fue un día muy ajetreado, me había levantado a las cinco treinta de la madrugada para iniciar mi primera vuelta. Hoy hice tres; desde Villa del Carbón hasta Tacuba. Nada mal para un viejo lobo del volante. Eran cerca de las once de la noche cuando había terminado y partí rumbo a casa.
Estaba bastante cansado pero no importaba. Ya tenía el dinero para la inscripción de mi chiquillo y eso era lo que más importaba. —Ya habrá tiempo de descansar cuando esté muerto—. Solía decir el abuelo muy a menudo. —Que irónico…
El camino se sentía eterno, apenas pude distinguir la mina, me estaba acercando a las curvas prolongadas que están pasando Cahuacan pero a estas horas, ya no lo eran tanto, con la vía toda para mi camión, no había de que preocuparse por mantener el carril.
Los ojos me pesaban y las manos me temblaban. No sabía si dormir o frotarme las manos.
Tuve que bajar la velocidad a diez kilómetros por hora, la neblina era tanta y tan densa que solo me guiaba por el despintado interlineado de la carretera.
Temblé; no sé si fue por una ráfaga de viento que se coló, pero todo mi cuerpo sin pretenderlo se estremeció.
Tome las curvas del camino lo más despacio posible y con más precaución de la habitual. Pensé en mi hijo y pase las curvas sin contratiempos. En seguida puse las luces altas para ver el plan que se asomaba por la carretera acercándome más al parabrisas y abriendo de más los ojos para evitar una desgracia.
De pronto la neblina escaseo o desapareció, no lo sé; pero la noche se agudizo aún más.
Ahí estaba yo, solo en mi camión de pasajeros sin más nada que el silencio bajo la cobija de la fría noche. Pero de pronto, no pude haberme equivocado, pero me cerciore. Una mancha blanca en la noche es muy difícil de evitar mirar. Más aún si esta la usa una persona. De reojo mire al espejo retrovisor y vi con tanta claridad su rostro en el espejo, tan cerca… Me basto un segundo para darme cuenta lo bella que era, la ternura que desprendía. Jamás lo entendí, ni pretendo explicarlo, con decirlo me basta.
Pero en ese espejo se reflejó con tanta claridad dentro de la noche que pensé que era un ángel. Que equivocado estuve. Como me arrepiento hasta el día de hoy que pongo fin a este martirio emocional.
Me detuve lo más rápido que pude, las balatas malgastadas del camión, le dieron un poco de vida a la noche; baje y la vi de frente. Me sonrió.
Solo una suave manta de seda blanca cubría su escultural figura. Calculo que estábamos a unos 2 grados centígrados, pero jamás la vi temblar de frio.
La invite subir al camión, y ella acento con un suave movimiento.
Le pregunte de todo; ¿Que hacia ahí tan sola? ¿Hacia dónde se dirigía? ¿Cuál era su nombre? y muchas preguntas más que no recuerdo, pero no importa ya que ninguna me respondió. Una cálida sonrisa coqueta cayó mis dudas.
Ya en el camión. Camino por el pasillo hacia la última fila de asientos. Inocentemente pensé que era tímida y no la cuestione.
En todo momento la escolte con la mirada. Ese suave caminar como si levitara en el viento. Un ángel tenía que ser.
Sin proponérmelo alcance a ver sus tobillos. El sueño, el cansancio y el frio pero no el temblor se fueron.
Me frote los ojos para mirar una vez más y una daga helada atravesó mi cuerpo. —¡No me podía equivocar!—, sus tobillos no eran humanos, más bien eran de un aspecto animal  —¿Cabra?…—. Me pareció ver patas de cabra en vez de pies.
Alce la mirada para verle el rostro pero las luces internas del camión en ese instante se apagaron. En la obscuridad, solo se apreciaban un par de puntos rojos por ojos. Y un grito aberrante se escuchó. Jamás había escuchado un grito tan bestial como el de aquella noche. Sé que no era humano el grito, pero tampoco sé qué tipo de animal emita ese tipo de alarido.
Lo siento; no recuerdo más detalles de aquella noche, ni quiero hacerlo. Excepto que esa fue la última vez que la vi de frente.
Desde aquella madrugada de diciembre, no he podido conciliar el sueño placenteramente sin sentir su aroma y esa presencia infernal.
He despertado súbitamente escuchando aquel ruido animal, pero solo pasa en mi mente porque nadie más lo ha escuchado.
Sé que ella me está vigilando cada noche. No sé de qué manera pero lo hace y ha logrado ¡enloquecerme!.
Hoy, he decidido cerrar la puerta para ese ente infernal. Mi muerte, sin duda es la salida.
Sé que es real, y se lo que digo hasta el día de hoy que pongo fin a esta maldición. No estoy loco, aunque todo mundo me dice lo contrario.
Como recuerdo al abuelo. —Ya habrá tiempo de descansar cuando esté muerto…
Prudencio González Alcazar. 31 de diciembre de 1985.

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